Tal y como otros muestran, yo no tengo fotos con él, pero sí he tenido el honor de presentar mi última producción en Sevilla «El perro muerde» hace tres años en su casa Teatro Távora de Sevilla y que él, débil por el peso y el paso de los años, pero fuerte por ese pasar del tiempo que lo ha hecho genuino y eterno, estuviera sentado viendo nuestro trabajo. Y con él, cual Lazarillo, su hija Concha. Pudimos actuar allí, primero gracias a uno de mis actores y amigo Ismael Múrtula, por su ligazón con la familia, y, segundo por el programador del teatro Távora, quien apostó por nuestra manera de contar historias, arriesgada y sin igual, insisto, en la escena sevillana. SIEMPRE, GRACIAS. Y, aun estando yo ya en Madrid, el Távora me asegura que me espera con los brazos abiertos. Y doy fe. Ahora ha llegado la hora de lo inexorable: el fallecimiento de Salvador. Amén de los gustos y pareceres de cada uno, es innegable, irrefutable, su contribución a la revolución escénica de un «teatro andaluz» que hoy está, no sólo difuminado, sino prácticamente, hueco, descafeinado y sin identidad. La propia administración y los egos desbocados así lo propicia y en consecuencia provoca el exilio a otros lugares que acogen, o al menos, no deshechan. Retomando, así fue y ha sido y es Don Salvador, il maestro -seguro que este título le haría reír por lo solemne y por su humildad- , con su desmedida, su arrojo y, sobre, todo, valentía, quien se ha ganado este título y este trono irremplazable. Larga vida pues a su memoria y quitémonos el sombrero por lo que ha conseguido, insisto, sin igual, en la escena sevillana, y por ende, andaluza. Amén.
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