Este año he cumplido 50. Dicen que desde que pronuncié mi primera palabra no he dejado de hablar. Me encanta hablar. Sobre todo, que me escuchen, tanto, que si mis palabras no son acogidas por un receptor, me molesta. Necesito también que el mensaje sea comprendido. Es una obsesión. Al igual que mi vínculo con el verbum, que es algo inquebrantable. Así que cuando éste se hace carne en forma de personaje, cobra mi satisfacción un dimensión portentosa. Es más, de cada personaje -fabricado con  cualquier prisma que compone mi alter ego- extraigo un elixir que, cuando lo apuro, voy a por más. Se llama este quehacer vital TEATRO. Impulsivo, incontrolable, terapéutico y caprichoso es el Teatro: el amante más traidor y a la vez más complaciente. De ahí el enganche. Tratar de abandonarlo es inútil. En un par de ocasiones lo he intentado, pero sólo con una palabra suya ha bastado para desistir.

Mi adicción por las palabras exaspera a quienes me rodean. La primera vez que uno de mis personajes habló en un escenario fue el principio de un descanso que no llega. Buscar para mis criaturas la perfección en cada sílaba es agotador. Hoy en día sigo sintiendo lo mismo, o más. No sé hacer otra cosa. Soy además profesor. Estudié filología. De nuevo la palabra en mi rutina diaria… verbum… frente a un auditorio al que no le interesa nada de lo que digo… A diferencia del signo teatral, cuya trayectoria a modo de proyectil persigue una platea dispuesta y predispuesta. Me illumino d‘immenso cuando el Otro me oye/lee y se deja convencer. Mi afán es seguir puliendo mi palabra para que sea mucho más certera, como los dardos de los que hablaba Don Lázaro. Esta inquietud es la que me lleva a seguir leyendo a otros, a escucharles, a ver cómo me pueden enseñar más.

Hay que sumarle a esta perspectiva mi origen sureño: el teatro como banquete de los sentidos: barroco a la quinta potencia. Todos sabemos dónde nació este arte y cómo en estos tiempos malditos el hombre acude cerca de un escenario a buscar respuestas.

Me gustaría investigar más en compañía. La tarea de la escritura en una torre de marfil no es necesariamente apetecible. Una obra teatral es la resulta de una comunión con los demás. Quizás sea este el ecualizador que necesito para que la psique no se altere. Hay puertas al mar que se abren con palabras, decía el poeta. Tal vez por ello yo nunca abandonaré este verbum dramático hasta que llegue al mar, que es el morir.

Foto: Presentación de mis obras «Sabina» y «La maldición de Mírtilo». Museo de la Imprenta. Madrid. Otoño de 2019.