Pérdida absoluta del sentido del tacto. Día número 21… Nunca unos dedos buscaron tanto a otros dedos. Nunca la palma de una mano buscó a otra para posarse con tanto ahínco como demuestran los versos que sobre esto escribió el bardo inglés desde Verona. Desarrollando de igual modo, casi a partes iguales, una mayor dosis de apego y otro tanto de desapego. Apego benigno -que del otro ya sabemos que hemos escrito y llorado ríos de tinta. Desapego benigno, como eso de parar en seco y divisar y percibir lo que se mantuvo cogido con alfileres y que de un plumazo no hay sujeción alguna que valga. Seria frágil la atadura, un síntoma más de la idiotez por conservar en conserva lo que al final caduca o no despierta nuestro apetito. Por algo será. El corazón está en la boca del estómago. Ahí palpita. Ahí el termómetro: el gran medidor. Y es ahí, en el distancimiento epifánico, cuando viene el florecimiento verdadero que lleva por apellido las palabras «de siempre» y barre lo insustancial, lo manido, lo que siempre fue pose y ahora es mero disfraz cuya mentira ya no nos apetece lucir. Y si molesta la apariencia auténtica, por áspera que resulte, que siga siendo auténtica. Laissez-passer. Sin entrecejos ni celos, sin monsergas, sin réplicas. Laissez-faire. Y que os vaya bonito mientras tanto. A mí lo que me importa es el sentido del tacto, que se resiente. En cambio, el sentido de la sensatez se consolida. He ahí la compensación sanadora.